“Menos mal que ya teníamos portero para diez años…”. El deporte actual del tribunero consiste en criticar a Joan Garcia por su error en Oviedo. Se trata de una inmortal especie en extinción, que actúa en consonancia con altas dosis de sufrimiento y paranoia. Este individuo entrañable, que por supuesto nunca pasó de masticar arena en un equipo destartalado de Regional, parte de la base de que un pesimista es un optimista bien informado, como escribió Mario Benedetti. Criado en los humos de los gruesos puros y en el agujero negro de Sevilla 1986, orgulloso de la aureola poética de perdedor, no le hables de pizarras: según él, el fútbol se reduce a corazón, cabeza y piernas. Capaz de irse a la cama a medio partido -solo por una primera parte subjetivamente floja-, vive en la ignorancia del resultado final, con unos nervios que lo consumen y, a la vez, le otorgan sensación de poder y exclusividad en un mundo que ha liquidado la intimidad y los secretos porque todo está a un clic. La fuerza del desconocimiento, de quedarse al margen de un dato, porque ha decidido no saberlo.
En el caso de que pueda aguantar un partido -a menudo tiene que esconderse en el baño, salir a pasear como Joan Gaspart en la final de Wembley o refugiarse en un cine-, el tribunero profesa una bipolaridad que lo arrastra, visceralmente, a atribuir las plagas bíblicas al mismo jugador que, dos minutos después, sitúa en un altar. El tiempo transcurrido entre error y gol. Por eso simpatiza con Dusko Ivanovic, que respondía a los lanzamientos fallados de sus hombres enviándolos a una especie de banquillo reflexivo; así lo sufría Marc Gasol cuando no acertaba tiros libres, hasta el punto de parecer mediocre, bajo la impulsividad del técnico montenegrino. Más adelante, lo contradiría con creces en Girona y en la NBA…
Igual que muchas madres de antes, que presumían de hijos delante de los vecinos o amigos y, en casa, los reñían porque al 8 de un examen le faltaban dos puntos, el tribunero exige perfeccionismo como muestra de un amor excesivo que desborda. Se mueve en unas Fallas permanentes, obsesionado por quemar y hacer listas de bajas tras un resultado adverso. Dado que la derrota no forma parte de su vocabulario -una extensión del miedo al rechazo-, cuando llega, necesita que alguien del club pida disculpas públicas, porque siente que le han fallado: entonces le entra la conciencia de clase y apela al sueldo, propiedades y fama de los jugadores, como si este conglomerado de factores les impidiera equivocarse.
Su manera de castigarlos es dejar que los días transcurran, obviando cualquier acceso a webs y, si por casualidad, se da cuenta de un triunfo, entonces mira los goles en YouTube, como un pecador que en su parcela privada cede a la tentación. Por eso mismo, el tribunero celebra las victorias más que nadie, en una procesión eufórica que va por dentro. Asume su causa en la más estricta soledad, sin ánimo de proselitismo, y a menudo desearía que la temporada comenzara en mayo para ahorrarse las angustias del mientras tanto.
Poseedor de una prodigiosa memoria selectiva, que lo empuja a priorizar el vaso medio vacío, habría echado a Cruyff en caso de perder la final de Copa de 1990; había agotado el catálogo de insultos un segundo antes del remate de cabeza de Bakero en Kaiserslautern; habría ido a abuchear al aeropuerto al equipo de Rijkaard que fue humillado por el Getafe en el torneo del KO de 2007; recuerda los esporádicos fallos de Valdés en el Bernabéu y en el Camp Nou -regalando el balón a De la Peña en el curso 2008-09-, en lugar de alabar su fiabilidad en los partidos decisivos; se cargó de razones el día del 2-8 –“ya os lo decía yo”-, y no le habría temblado el pulso a la hora de cargarse a Flick tras perder contra el Mónaco en el Trofeo Joan Gamper 2024 o, a lo sumo, en la pésima racha del pasado diciembre. Añora épocas pretéritas, en las que los aficionados autóctonos sacaban pañuelos en lugar de los selfies de los turistas. Pero, en el fondo, el tribunero despierta ternura, porque es la voz crítica o el diablillo irreverente que todo aficionado tiene en su interior y no osa mostrar. Pista infalible para detectarlo: siempre está más cerca de lo que uno cree, ve o lee.

