Món Esport
Cinco goles en el campo del Madrid, y con Franco vivo…

Desde hace décadas, cada año se juega en el Estadio Santiago Bernabeu como mínimo un partido entre el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona. Ahora lo han bautizado como clásico y lo retransmiten un montón de televisiones en todo el mundo (porque por todas partes hay gente que, vete a saber por qué, es del Barça o es del Madrid). Todos tienen un ambiente especial, y también cierto morbo, en parte deportivo y en parte no estrictamente futbolístico. Pero el Madrid-Barça del 17 de febrero de 1974, ahora hace cincuenta años, es diferente a todos los otros. Ocupa un lugar especial en la memoria, sobre todo de los barcelonistas, pero también de mucha gente a quien el fútbol no le dice nada. Fue el año del cero a cinco.

¿Qué lo hace un partido histórico, trascendente? Evidentemente el resultado, una goleada excepcional en campo contrario. Pero se han producido resultados extremos a favor de unos y otros en muchas ocasiones. ¿Que el partido garantizó una Liga a un Barça que hacía muchos años que veía como se las llevaba el Madrid? Esto sería una lectura estrictamente futbolística, competitiva. Lo que lo hace excepcional es una suma de muchas cosas, estas también, pero sobre todo el momento en que se produjo. El año 1974.

1, 2, 3, botifarra de pagès!

Cuando los que lo vivimos y vimos –por televisión- lo explicamos a nuestros nietos como uno de los momentos más memorables de nuestra vida, les decimos: «Metimos cinco en el campo del Madrid… viviendo Franco”. Y nos parece que este “viviendo Franco” es el resumen de todas estas excepcionalidades, la mayor parte de las cuales no son futbolísticas y no tienen que ver con ganar o perder una Liga, y la clave de su trascendencia, en el momento que se produjo y en la memoria. La Trinca lo resumió entonces en una canción, dedicada al cero-cinco. La titularon Botifarra de pagès y se hizo enormemente popular. Quizás porque, para muchos, aquel cero a cinco fue precisamente esto, que fue y fue entendido como una inmensa botifarra, aquello que en castellano denominan corte de mangas. ¿A quién? A todo un mundo. En parte, a un régimen. En parte, a la historia.

La canción de La Trinca –escrita y cantada en un momento en el que, a pesar de Manuel Vázquez Montalbán, el entusiasmo futbolístico no hacía progre– no se deja nada. El papel central de Johan Cruyff y la mitificación que hizo el barcelonismo: «i com que la bossa sona hem portat a Barcelona les millors cuixes del món«, dice la canción. La identificación entre barcelonismo futbolístico y catalanismo político: la canción decía «l’any que ve no farem riure, visca Catalunya lliure, visca el Barça i en Montal«, pero la censura lo convirtió en un surrealista “visca Catalunya, viure, visca el Barça i el Montal”. La humillación a la retórica nacionalista española adoptada por el franquismo: «Sonaren cinc campanades allà a la Porta del Sol (…), per Madrid es comentava en Flandes se ha puesto el sol». Y cierto aire de revancha respecto a una historia adversa y percibida como una antología de injusticias y agresiones –Guruceta, Bustillo, el caso Di Stefano- a la que se hacía una descomunal botifarra de pagès, explicitada además en el videoclip de la canción.

Más que un partido

La posibilidad de hacer una lectura política del barcelonismo futbolístico no se produjo repentinamente y por sorpresa después del cinco a cero «glorioso» (la expresión que usaba La Trinca), sino que había quedado consagrada unos años antes, urbi et orbi, a través sobre todo de un artículo fundamental publicado por Manuel Vázquez Montalbán en Triunfo, la revista de referencia de la izquierda intelectual durante el tardofranquismo. Vázquez Montalbán, de militancia comunista acreditada y un escritor y pensador de prestigio incontestable ya en aquel momento, había publicado en octubre de 1969 un largo artículo en Triunfo, al cual la revista dedicaba toda la portada, titulado Más allá del fútbol. Barça! Barça! Barça!. Después vendrían muchos más de este mismo autor, igualmente lúcidos, que ha estudiado y recopilado con erudición y buen trabajo Jordi Osúa, pero aquel fue especialmente impactante.

Portada de la revista Triunfo con el artículo de Vázquez Montalbán

A ambos lados. De una parte, al régimen y a los sectores conservadores les preocupaba y repugnaba lo que entendían como una politización del fútbol y la presentación, en el fondo, de un sentimiento deportivo como un clamor contra el franquismo, desde la catalanidad popular y transversal. De la otra, los sectores intelectuales consideraban el fútbol una forma de alienación de las masas, un opio del pueblo, utilizado por el régimen para anestesiar los malestares sociales. El artículo de Vázquez Montalbán sorprendía a unos y otros –a los segundos se referiría más adelante como «policías de las alienaciones»- y consagraba desde la izquierda la lectura cívica del barcelonismo: expresión de la catalanidad reprimida, un sentimiento popular y transversal, un espacio de integración de la inmigración de los años cincuenta y sesenta y una protesta sepultada contra la retórica del régimen.

Este “Más que fútbol” de Manuel Vázquez Montalbán entroncaba, de hecho, con la afirmación pública que había hecho pocos meses antes el presidente barcelonista Narciso de Carreras diciendo que el Barça era “Més que un club”. La formulación del presidente era clara y contundente –tanto, que aconteció un lema-, pero fue pronunciada, como exigían los tiempos, con cierta sordina política. El Barça, más que un club, era “un sentimiento que tenemos muy arraigado”. Pero de una manera para nada pública, Jordi Pujol escribía desde la prisión en los sesenta –mientras la gente del PSUC llenaba las calles de pintadas pidiendo su libertad- que el Barça era más que un club de fútbol, desde una perspectiva catalanista. Por lo tanto, aquello que Vázquez Montalbán escribía en Triunfo para sorpresa de muchos, daba forma, argumentación y cimiento teórico y literario a una intuición, unos hechos y unos sentimientos que estaban en el aire. 

Juan Manuel Asensi celebra un de sus dos goles en el 0-5 en el Bernabéu | FC Barcelona
Juan Manuel Asensi celebra un de sus dos goles en el 0-5 en el Bernabéu | FC Barcelona

El artículo de Vázquez Montalbán acababa con una anécdota convertida en metáfora. Explicaba la historia de un chico sordomudo a quien impusieron solemnemente la medalla del club. Resulta que este chico, que miraba la final de Copa contra el Madrid del año 1968 que el Barça ganó por cero a uno en el Santiago Bernabéu, en un momento determinado y emocionante del partido se levantó y gritó: “Visca el Barça!”. Nunca antes había dicho ni una sola palabra. Nunca más dijo ninguna palabra después. Solo aquellas. Metáfora, quizás, de una gente a quien el régimen había querido dejar sordos y mudos, pero que en un momento determinado se levantaban para decir, contra todo pronóstico, “Visca el Barça!”. Cómo había hecho aquel chico ante una victoria del Barça en el campo del Madrid. Por lo tanto, antes del cero a cinco, las bases para una lectura cívica y política en clave catalanista y de oposición al franquismo, ya estaban puestas. Firmemente, con plena conciencia. Si Barça era más que un club, si el fenómeno Barça iba, como decía Vázquez Montalbán, más allá del fútbol, un Madrid-Barça del año 1974 tenía que ser más que un partido. Una victoria, más que una victoria. 

El memorial de agravios

Ciertamente, la constatación de la significación política y catalanista del Barça y el barcelonismo ya venían de lejos, de antes de la guerra, de la figura de Josep Sunyol y Garriga, presidente del Barça fusilado por los franquistas en Guadarrama, de su diario La Rambla que tenía por lema deporte y ciudadanía, de las manifestaciones en el campo de Las Corts contra la dictadura de Primo de Rivera… Pero, como el sordomudo de la historia que explicaba Vázquez Montalbán, todo esto había sido callado a la fuerza durante muchos años. Y se vuelve a hacer explícito sobre nuevos cimientos en los años sesenta y setenta del siglo XX, en el tardofanquismo. Vázquez Montalbán –y Narcís de Carreras i Pujol- lo recogen y lo constatan. Se hace explícita la dimensión poítica del barcelonismo, como afirmación de catalanidad y democracia y como contestación de la retórica del régimen. Y lo alimenta, como ha pasado tantas veces en la historia del catalanismo, un memorial de agravios, una vivencia incordiada de lo que se consideran acciones de agravio sistemático y plenamente consciente desde el poder. Porque si los aficionados del Barça saben que es más que un club, el poder también lo sabe. Y actúa en consecuencia.

Vázquez Montalbán escribe su artículo explosivo en Triunfo en octubre de 1969. Probablemente lo hace calentado e incordiado por uno de los grandes agravios del barcelonismo, que ya se puede leer en clave política. La temporada 1969-1970 empieza optimista para el Barça: se había fichado a un delantero aragonés extremadamente prometedor. Miguel Angel Bustillo, un goleador nato de solo veintitrés años. Empieza la Liga jugando el Barça en el campo del Madrid, el primer partido, y las esperanzas se demuestran justificadas: en solo cinco minutos, al empezar el partido, Bustillo hace dos goles y el Barça se pone claramente por delante. El Madrid empata, pero el partido y otras muchas cosas cambian en el minuto diez de la segunda parte: Bustillo lleva la pelota cerca del área y, quizás dentro del área misma, el jugador del Madrid Pedro de Felipe le hace una entrada escalofriante que le deja tendido en el suelo. El árbitro, Ortiz de Mendíbil, icono proclamado del madridismo, ni siquiera pitó falta (quizás era penalti). El partido continúa y durante un par de minutos el Madrid no envía la pelota fuera del campo para que le puedan atender. Lo hace el Barça, cuando gana el balón. Se llevan a Bustillo del campo, absolutamente cojo. Su carrera deportiva prácticamente queda acabada con aquella entrada. Volverá a jugar, pero ya nada será igual. La promesa quedará rota. El partido continuará, el Madrid no devolverá el balón al Barça después de sacar de banda –como marca el fair play futbolístico y aquello que en la Meseta conocen como señorío– y acabará en empate. Manuel Vázquez Montalbán escribirá su artículo un mes después y realmente el hecho le debía impresionar e indignar mucho, porque tendrá algún reflejo indirecto incluso en alguna de las novelas del ciclo de Pepe Carvalho…

Miguel Ángel Bustillo, en una imagen de archivo | FC Barcelona
Miguel Ángel Bustillo, en una imagen de archivo | FC Barcelona

En este memorial de agravios, donde el barcelonismo se siente perseguido y maltratado por el poder, en un momento en el que ya es explícita la lectura política, otro episodio determinante es el escándalo Guruceta. Es 1970 y vuelven a jugar el Barça y el Madrid, esta vez en el Camp Nou, en eliminatoria de Copa. El Madrid ha ganado en su campo por dos a cero, gracias a la concesión de un gol a Amancio marcado en fuera de juego. En Barcelona se espera la remontada. Y va bien: Rexach marca el uno a cero y el Barça ataca. Pero en un contraataque del Madrid, Velázquez cae mientras disputa la pelota con Rifé. Es discutible que es falta. Lo que es evidente es que no es penal, porque esto pasa dos metros fuera del área. Pero el árbitro, Guruceta, pita penalti. Y el Madrid empata. Es tan escandaloso que los jugadores del Barça –expulsan al sabadellense Eladio cuando protesta- están a punto de marcharse del partido, que no se puede acabar porque la gente salta indignada al césped. El Barça recusa a perpetuidad a Guruceta. Durante muchos meses, cuando un árbitro en cualquier campo es sospechoso de parcialidad o de ineptiutud, la grada grita: “Guruceta, Guruceta”. Pèro Guruceta es convertido por el presidente de los árbitros españoles en el símbolo del buen arbitraje y se le premia con los mejores destinos arbitrales. Al presidente de los árbitros, José Antonio Plaza, se le atribuye –sin que se haya podido demostrar- la frase: «Mientras yo sea el presidente de los árbitros, el Barça no ganará nunca la Liga».

Guruceta, después de señalar su polémico penalti | FC Barcelona
Guruceta, después de señalar su polémico penalti | FC Barcelona

El més que un club, aplicado al Barça, es una afirmación positiva, una forma de expresar lo que el franquismo no quería que se expresara, pero se alimenta también de la sensación de hostilidad del poder. Una hostilidad al Barça que es el contrapunto de la generosidad con el Madrid: a De Felipe no se le pita ni falta y Guruceta es nombrado internacional. Es a todo esto también a lo que hace la gran botifarra de pagès el cero a cinco del Bernabéu de hace cincuenta años. No tan solo a una vieja historia que viene de antiguo, también a unos agravios recientes, todavía vivos, que todavía cuecen. Por ser més que un club.

El Madrid también es más que un club

A un barcelonista de piedra picada, el cantante Manolo Escobar, emigrado a Badalona, socio del Barça desde 1968, insignia de oro y brillantes del club, se le atribuye una frase que muchos barcelonistas adoptarían como lema: “Yo soy de dos equipos, del Barça y del que juega contra el Madrid”. La frase serviría para ilustrar una certeza: si algún otro equipo que no hubiera sido el Barça le hubiera meitdo cinco goles al Madrid en su campo en 1974, el barcelonismo también habría estado de fiesta. Si lo hacía el Barça, la fiesta era a la enésima potencia, claro. Pero incluso si hubiera sido otro, habría tenido el efecto de esta botifarra que cantaba la Trinca. No tan grande, pero botifarra. Porque en la memoria de aquel partido del Bernabéu pesa tanto la euforia barcelonista como la humillación del Madrid. Aquellos días circulaban bajo mano unas esquelas del Madrid que decían que en aquella jornada el Madrid había muerto “Marcialmente Asensinado y Sotilmente Cruyfficado por elementos Juan Carlistas” –jugando con algunos de los protagonistas del Barça de aquel partido: Marcial, Asensi, Sotil, Cruyff y Juan Carlos-.

Si el resultado se hubiera producido contra el Atlético de Madrid, el efecto tampoco habría sido igual ni mucho menos. Porque no se trataba tan solo de una lógica territorial: los de aquí contra los de allí. Entraban en colisión dos lógicas simbólicas. Dos relatos, que dicen ahora. Pero dos relatos que permitían ser leídos en términos políticos. Que se confrontaban y competían. Muchos años más tarde, yo he vivido una confrontación de relatos futbolísticos no menor, pero mucho menos trascendente, entre el Barça y el Athletic Club de Bilbao. Antes de un partido entre los dos equipos nos reunieron a escritores de un lado y del otro, y estuvimos a punto de acabar mal. Para los seguidores del Athletic, la belleza del fútbol estaba en la épica viril: no encontraban nada más bello que un jugador avanzando por un campo embarrado, que cae y se vuelve a levantar y empuja la pelota con la furia de Telmo Zarra (vasco). Para los barcelonistas, la belleza era un césped perfecto y unos jugadores pasándosela al primer toque con una técnica geométrica, un ritmo casi de danza clásica. Eran dos relatos contrapuestos, ciertamente. Nosotros pensábamos que su relato podía acabar beatificando la entrada de kárate con la que Andoni Goikoetxea lesionó a Maradona, como el bélico adalid del Madrid puede ver con buenos ojos la de De Felipe a Bustillo. Y ellos deben pensar cómo Unamuno, vasco, que a nosotros, levantinos, nos pierdre la estética. Pero no había un sustrato político que diera trascendencia más allá del fútbol a esta controversia de relatos. Atenuada además por la tradicional simpatía catalana por el mundo vasco, no siempre correspondida.

Por el contrario, en 1974 el Madrid era percibido como el equipo del régimen, como el equipo que representaba la España de su momento, los valores proclamados por el franquismo, el embajador en Europa, los éxitos internacionales que compensaban el aislacionismo autárquico de la España de posguerra. Su himno de los años cincuenta canta “Hala Madrid, Hala Madrid, noble y bélico adalid, caballero del honor”. Y la palabra España ya sale en el segundo verso de la letra. Un vocabulario y una retórica calderoniana a las antípodas de la que recoge el Cant del Barça, escrito en 1974 –el año del cero a cinco- por Josep Maria Espinàs y Jaume Picas: «Som la gent blaugrana, tant se val d’on venim, si del sud o del nord«… Un choque de retóricas en la grada, también a partir de cierto momento en los palcos presidenciales, que inevitablemente se proyectaba sobre el terreno de juego. Las cosas son lo que son, pero son también lo que parecen. Y Barça y Madrid se esforzaban en parte para ser, pero sobre todo para parecer, dos cosas diferentes y contrapuestas. El Barça es más que un club, entonces. Pero el Madrid es también más que un club. Los dos representan cosas que van más allá del fútbol. Pero cosas contrapuestas.

La mitificación de Cruyff

El cero a cinco del Bernabéu y la Liga que se ganó aquel año significaron la canonización barcelonista de Johan Cruyff, el holandés procedente del Ajax que una semana antes del cero a cinco había puesto Jordi de nombre a su hijo y que quedaría ligado por siempre jamás más a la historia del Barça. Ya en la canción del Trinca aparecen enlazadas la botifarra de pagès del Bernabéu y la cruyffmania que estalló en Barcelona: «Cruyff, Cruyff, Cruyff, Cruyff, com vulgar cor de granotes ensalcem les teves potes«…, en una mezcla de complicidad y escepticismo. La victoria en el Bernabéu es vista fundamentalmente como la victoria de Cruyff, del nuevo Barça de Cruyff, el jugador holandés que ha llegado del Ajax de Ámsterdam y que ha revolucionado el equipo. Un jugador que también pretendía el Madrid, pero en el que no se reprodujo –por voluntad explícita del jugador- el caso Di Steano en el que los poderes arbitraron a favor de su aterrizaje a la capital española. Un jugador extraordinario, asociado a una idea nueva del fútbol, que viene de Holanda, que representa él y de alguna manera el entrenador Rinus Michels –después vendrá Neeskens, el más mediterráneo de los holandeses- y que transformará el Barça hasta el día de hoy. Un jugador que juega con el equipo y por el equipo, que es capaz de grandes jugadas individuales, pero que sobre todo entiende el juego de una manera que favorece a todo el mundo. En Madrid, Cruyff solo hará uno de los cinco goles –seguramente el mejor- pero aparece en todos.

Los jugadores del Barça celebren uno de los goles de la manecita en el Madrid a Santiago Bernabéu | FC Barcelona
Los jugadores del Barça celebran con Johan Cruyff uno de los goles de la manita al Madrid en el Santiago Bernabéu | FC Barcelona

El barcelonismo hace suyo a Cruyff. ¿Solo por admiración futbolística? No solo. Cruyff ocupa todo l‘espacio entre Kubala y Messi, pero acontece un personaje en él mismo, más que los otros dos, dentro y fuera del campo. Por eso lo continúa siendo incluso cuando ya no juega. Como entrenador, como referencia, incluso haciendo aquel formidable anuncio contra el tabaco con Lluís Bassat. Por el Barça han pasado jugadores grandiosos, excepcionales. El que más, Maradona. Pero el barcelonismo no mitificó a Maradona, como mitificó a Cruyff. En cambio, en Nápoles hay un culto literalmente religioso a la figura y a la memoria de Maradona. Cada sociedad mitifica aquello que cree que la representa mejor, que es la máxima expresión de su identidad y de su naturaleza. Nápoles, la bellísima ciudad barroca, contrareformista, meridional, mitifica a un héroe barroco, dramático, místico, popular, que es capaz –el pícaro también es una figura de la contrarreforma- de marcar goles con la mano de dios que derrotan a la Pérfida Albión nórdica, anglosajona y capitalista, finalmente protestante. En cambio, una Barcelona que mira norte allá, que ha querido ser la Holanda del sur ya desde los tiempos de Joan Pere Fontanella en el siglo XVII, convierte en su héroe a un hombre que aparece como frío, calculador, preocupado por la economía, capaz de jugar en equipo, portador de los valores de la Europa del norte, dos tercios protestante y un tercio judío (buena parte de su familia y de la familia de su mujer son judíos y al Ajax se le anima con estrellas de David). A las antípodas de la furia española, la de Zarra y aquella de los Tercios de Flandes cuando saqueaban Amberes. Y canta La Trinca después del cero a cinco: «En Flandes se ha puesto el sol«. 

Cruyff es el Barça holandés, de la Cataluña que quiere ser cómo Holanda, un pequeño país de comerciantes que miran hacia el mar, que hacen números, que saben protegerse. Decía Vázquez Montalbán que una de las grandes cualidades de Cruyff era su habilidad para conseguir que no le rompieran las piernas. El cero a cinco es la ceremonia de consagración de Cruyff ante los suyos. Después tendrá temporadas mejores y peores. Dirá frases extraordinarias. Revolucionará el fútbol, en un nuevo paradigma cruyffista-guardiolista. Pero en esta adopción de Cruyff hay la fascinación de la Calalunya de los años setenta por Europa, la vocación de ser una Holanda del sur, la admiración por una estética poco ornamentada, práctica, a veces minimalista. Cruyff no coge la pelota en su área y acaba marcando en la portería contraria, como hicieron espléndidamente Maradona o Messi (que ya es un Maradona pasado por Cruyff). Pero el equipo de Cruyff marca goles. El Barça le metió cinco al Madrid, aquel día en el Bernabéu. Y ganó la Liga. La Liga del Cruyff, el hombre venido del norte, de la Europa moderna, con los cabellos largos. La Liga del cero a cinco. Y con Franco vivo.

Dos semanas después del cinco a cero en el campo de Madrid, el 2 de marzo de 1974, el franquismo asesinaba a Salvador Puig Antich, en Barcelona. Las victorias simbólicas son importantes y emocionantes. Pero no hay suficiente.



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